Contra la ‘sharia’ episcopal
Rafael Gallego Sevilla
(Coordinador de Granada Laica)
La recién emitida “Nota de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ante las elecciones generales de 2008” ha descolocado al gobierno español y al partido socialista, que ha reaccionado con cierta beligerancia al texto. Sin embargo, las críticas socialistas se han circunscrito casi exclusivamente a la referencia que los obispos hacen en este texto al terrorismo, en la que lanzan un severo varapalo a la estrategia seguida por el gobierno en relación a este tema.
Pero cabe preguntarse si más allá de esta referencia concreta, la intervención de los obispos en la campaña electoral es en sí censurable o por el contrario les ampara el derecho a la libertad de expresión e incluso el derecho a entrar en la contienda política.
En este sentido hay que recordar el muy particular estatus de la Iglesia Católica en España, y en menor medida de otras organizaciones religiosas. Por una parte se trata de una organización que reclama fieramente su independencia. Es más, es la Iglesia la que “concede” al Estado una “cierta autonomía”. Según palabras de Benedicto XVI “la comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo”, pero claro, “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores”. Estas exigencias superiores, obviamente, son lo que nuestros obispos denominan en su nota “[el] denominador común de la moral fundada en la recta razón”. Y “recta razón” es una forma moderna de calificar lo que en el pasado se llamaba “fe”, o con los circunloquios que tanto gustan en el Vaticano, “la razón iluminada por la fe”.
Es decir, que en las relaciones Iglesia-Estado la situación es la siguiente: el Estado exime a la Iglesia del pago de numerosos tributos, financia sus colegios, residencias y hospitales, empotra en la escuela pública la catequesis católica, paga a los catequistas que elige el obispo, celebra ante la biblia y el crucifijo las tomas de posesiones de ministros, jueces, etc, adopta como fiestas cívicas las romerías religiosas, recauda el IRPF de aquellos que prefieren dárselo a ésta en vez de ingresarlo en el erario común, le regala suelo urbano para la construcción de sus parroquias, seminarios u otros centros, mantiene su patrimonio monumental sin apenas contraprestación alguna, no interfiere en su organización interna aunque no sea democrática y sea discriminatoria frente a las mujeres, etc, etc. Y por su parte, ¿qué hace la Iglesia? Permite que el Estado actúe según la “recta razón”.
Frente a las organizaciones religiosas el Estado moderno ha intentado dos soluciones: la sujeción y la cuarentena. Con la Iglesia Católica no funciona el primer método pues desde la ruptura con el oriente cesaropapista ha reclamado su independencia y superioridad sobre todo poder “temporal”.
Veamos algunos ejemplos de la técnica de la “cuarentena”. Por ejemplo, la constitución mexicana (de 1917) dice (Art.130 e): “Los ministros [religiosos] no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna. Tampoco podrán en reunión pública, en actos del culto o de propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones, ni agraviar, de cualquier forma, los símbolos patrios.”
Otro ejemplo: en EE.UU. las organizaciones religiosas apenas se diferencian de las demás en dos cosas: 1) Que por ser religiosas no pueden recibir subvenciones públicas para sus actividades, 2) Que por ser organizaciones religiosas gozan automáticamente de las exenciones de impuestos recogidas en el apartado 501(c)(3) de la ley Fiscal. A cambio, las organizaciones que se acogen a estas exenciones tienen prohibido realizar actividades de índole política a favor de unos u otros candidatos en los procesos electorales.
Después de siglos de cruentas luchas interreligiosas, dos milenios de implacable persecución a los disidentes, parece lógico que las creencias religiosas gocen de protección para su libre ejercicio, pero también que la sociedad política goce también de protección frente a ellas, es decir, se prohíba esgrimir argumento teológico alguno en la contienda política.
En España, a pesar del muy reciente régimen nacionalcatolico los gobiernos democráticos han fantaseado con la posibilidad de tratar a la Iglesia Católica con una técnica “intermedia”, la de la domesticación o apaciguamiento. Pero la Iglesia es una bestia milenaria imposible de amansar.
No nos engañemos, cuando los obispos dicen “no pretendemos que los gobernantes se sometan a los criterios de la moral católica”, quieren decir “queremos que gobiernen quienes ya están sometidos a los criterios de la moral católica”. Cuando dicen “[r]espetamos a quienes ven las cosas de otra manera” quieren decir “no tenemos inconveniente en que viváis sometidos a nuestras normas”, etc, etc.
Milenios de destrucción, siglos de oscurantismo y décadas recientes de contubernio con dictaduras en todo el mundo demuestran que la Iglesia no va levantar un dedo si peligra una democracia o los derechos de una minoría son conculcados: simplemente espera agazapada a que lleguen mejores tiempos mientras trabaja sin descanso por perpetuar su ideología de sometimiento e irracionalidad.