Naciones Unidas declaró el año pasado el 22 de agosto ‘Día Internacional en Conmemoración de las Víctimas de Actos de Violencia basados en la Religión o las Creencias’. La fecha no fue elegida al azar sino que buscaba ser una continuación del ‘Día Internacional de Conmemoración y Homenaje a las Víctimas del Terrorismo’ que desde 2017 se celebra el 21 de agosto. Aunque la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, ya establecía en su artículo 2 que «Toda persona tiene todos los derechos y libertades sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma o religión» y en su artículo 18 que «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado», la jornada invita a reflexionar sobre los innumerables actos de terrorismo que aún hoy se suceden en el mundo entero, en nombre de Dios o, lo que es lo mismo: utilizando el nombre de Dios en vano. Porque aunque nos parezca paradójico en pleno sigo XXI, el 61% de la población mundial vive en países donde no se respeta la libertad religiosa. 6 de cada 10 personas en el mundo no pueden expresar su fe o€ su falta de fe.
Porque, a pesar de que existen alrededor de 4.200 religiones en el mundo – sin contar las innumerables extintas–, el principal enemigo de la religión no resultó la ciencia, sino otras religiones. O el uso perverso que algunos hacen de ellas. Entre los muchos conflictos activos en nombre de Dios a día de hoy tenemos el humeante polvorín entre sionistas y suníes en Tierra Santa; suníes y hutíes en Yemen, suníes de Arabia Saudí y chiíes de Irán, hindúes y budistas en Sri Lanka, hindúes y musulmanes en India y Pakistán; persecución de hindúes y sijs en Afganistán y Bangladés donde también hay enfrentamientos entre musulmanes y cristianos; masacre a musulmanes por parte de los budistas en Myanmar; guerra entre los musulmanes del norte y los cristianos y animistas del Sur en Sudán, enfrentamiento entre el gobierno cristiano de Etiopía y el gobierno islámico de Eritrea; conflicto entre cristianos griegos y musulmanes turcos en Chipre o la invasión de China a Tíbet y persecución del budismo tibetano entre un largo etcétera en el que resulta fácil discernir dónde acaba la religión y empieza la política o, dicho de otro modo: donde ya no hay devoción y compasión, lo que hay es utilización de las religiones para convertirlas en un arma de guerra disparada por devotos manipulados.
El legado religioso español no está libre de pecado: desde invasiones del imperio en el que nunca se ponía el sol a golpe de crucifijo a la hoguera de la inquisición y, sin necesidad de viajar tan lejos en el tiempo, el franquismo acabó con la libertad religiosa de la Carta Magna que establecía que en España «no hay ninguna religión oficial» a la vez que defendía «la libertad de conciencia y el derecho a practicar libremente cualquier religión» devolviéndonos, por decreto, al concordato de 1851: «La religión católica apostólica romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico». No fue hasta 1978 que España volvió a ser declarado un país aconfesional donde «se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley».
Sin embargo, este ‘Día Internacional en Conmemoración de las Víctimas de Actos de Violencia basados en la Religión o las Creencias’ nos ha de servir tanto para detectar nuestras faltas pasadas como, sobre todo, activar los radares ante los crecientes discursos de odio que nunca son, en absoluto, triviales. Toda guerra empezó con alguien tirando una primera piedra. Creer, en Dios, o en otras deidades sobrenaturales es algo común a todas las épocas y culturas, quién sabe si por la necesidad humana de encontrar un sentido al misterio de la muerte o para dotar de sentido a la vida misma. Cada cual con sus motivos. Cada cual con sus creencias. Lo que sí es un asunto común es defender que esta fe se ejerce desde la libertad y nadie trata de imponer un Dios creado a su imagen y semejanza. Que nadie nunca utilice lo que es sagrado como arma de guerra. Porque no, no hay guerras santas, sino demonios en la tierra que no dudan en usar el nombre de Dios en vano.
Publicado en el “DIARIO DE IBIZA” EL 22-8-2020