Richard Dawkins, el Rottweiler de Darwin (por Pablo Martínez Zarrazina)

RICHARD DAWKINS, EL ROTTWEILER DE DARWIN

Por Pablo Martínez Zarrazina.

El combate puede resumirse del siguiente modo: Dawkins, con su chaqueta de ‘tweed’ y su temple puramente oxoniense, se enfrenta al cuarenta por ciento de los norteamericanos: una multitud fundamentalista que sostiene que el hombre no viene del mono, sino de Adán y Eva, y que nuestro mundo, pese a la existencia de fósiles que cuentan con más de tres mil millones de años de antigüedad, fue creado por Dios hace tan sólo siete mil años. Suena la campana. Hay murmullos en la grada. Comienza Dawkins: “Si las creencias religiosas contaran con alguna prueba a favor, podríamos aceptarlas a pesar del desagradable carácter que les es propio. Pero esas pruebas no existen”.

Frente al sentimiento, la tradición, el pensamiento mágico y los conocimientos revelados, Dawkins quiere pruebas. Las exige. Es entonces cuando comienzan los problemas para sus oponentes: un variopinto grupo formado, entre otros, por teólogos creacionistas, chamanes de la nueva era, filósofos posmodernos y homeópatas algo médiums. Nuestro hombre, siempre altamente civilizado, muestra gran afición por la caza de relativistas culturales. La verdad existe, nos dice. Para encontrarla basta con algo de sensatez y una correcta aplicación del método científico.

Además de uno de los teóricos de la evolución más importantes de nuestro tiempo, Dawkins es hoy el divulgador científico más popular e influyente del mundo anglosajón. Ha ocupado el vacío dejado por Carl Sagan, sustituyendo el lirismo del norteamericano por una elegante y apasionada contundencia. Como los buenos profesores, antes de transmitir conocimientos, Dawkins es capaz de contagiar entusiasmo. Sus libros son poderosas aleaciones de razón y fervor. En ellos encontramos a un autor que mueve muy bien sus piezas en el tablero de la argumentación y que siempre resulta ameno, incisivo e inteligible.

TIEMPO DE ENFADARSE

Por supuesto, esto no gusta a todo el mundo. Los enemigos intelectuales de Dawkins han ido aumentando a medida que lo hacía su popularidad. Los más inteligentes le acusan de retórico, de ser capaz de sacrificar dosis de rigor científico para ejecutar vistosas estocadas verbales. El resto, tras haber encajado alguna paliza dialéctica, se limita a denunciar su intransigencia. Fue uno de estos últimos, el teólogo irlandés Alister McGrath, quien le bautizó como ‘El rottweiler de Darwin’, atribuyéndole más fiereza en su defensa de la teoría de las especies de la que mostró en el siglo XIX el biólogo Thomas Huxley, quien nunca pasó de ser considerado un bulldog.

Lo cierto es que el discurso de este etólogo fascinado desde niño por el doctor Dolittle, el personaje infantil que era capaz de hablar con los animales, se ha endurecido en los últimos años. Todo cambió el 11 de septiembre de 2001. Aquel día se prometió dejar de ser cortés en su crítica a las religiones. “Es tiempo de acabar con los rodeos”, escribió entonces. “Es tiempo de enfadarse”. Nunca más iba a aceptar “la conveniente ficción de que las opiniones religiosas poseen cierta clase de derecho a ser respetadas automáticamente y sin cuestionamientos”. Con la silueta humeante del World Trade Center al fondo, Dawkins abría el debate: “Únicamente aquellos que no ven porque no quieren ver pueden seguir sin relacionar la fuerza divisoria de la religión con la mayoría, si no todas, de las enemistades violentas del mundo actual”.

Para Dawkins, la fe es un “virus mental”, y estima urgente que se proteja a los niños de su influjo. Si nuestra sociedad se escandalizaría ante la existencia de chiquillos marxistas, ¿por qué tolera y favorece la de niños católicos o musulmanes? “El adoctrinamiento infantil”, ha escrito, “es el responsable último de muchos de los males del mundo”.

Richard Dawkins pertenece a una especie en extinción. Es un viejo profesor envenenado por la pasión del conocimiento, un humanista apasionado y valiente. Más allá de polémicas puntuales, su trabajo encierra una lección muy valiosa: el pragmatismo científico no excluye la maravilla del mundo. Muy al contrario, nos ofrece la posibilidad de apreciarla en su exacta dimensión.