No podíamos permanecer más tiempo impasibles. Como era de esperar, el continuo descenso de fieles seguidores de la Iglesia católica, hegemónica en España, así como de la soledad casi fantasmagórica de iglesias, seminarios y conventos, no ha servido para disminuir un ápice su influencia social y política.
    La actitud de la jerarquía española se asemeja bastante a la que adoptaron los representantes de la carcunda más virulenta cuando, a finales del primer tercio del s. XIX se echaron al monte y provocaron el terror entre los sectores liberales de la sociedad, seguidos por tres guerras civiles que duraron prácticamente todo un siglo.
    Esta actitud es intolerable. La Iglesia debe ser consciente de que hace siglos que ya no estamos en “l’ancien régime”, de que el poder ya no viene de Dios, sino que lo tienen los antiguos súbditos, hoy convertidos en ciudadanos, y que son ellos quienes lo delegan en sus representantes libremente elegidos.
    Reclaman como derechos lo que no son más que privilegios y a este fin se dedican en cuerpo y alma sin reparar en medios: retuercen el lenguaje; idean neologismos que enmascaran la realidad; organizan manifestaciones; llaman a la desobediencia civil; deslegitiman gobiernos y pregonan a los cuatro vientos que se consideran mártires, víctimas de una persecución anticatólica perpetrada por los gobernantes que no se pliegan a sus dictados; culpan  de todos los males, reales o inventados en sus mentes, a los ciudadanos que ejercen el legitimo derecho a discrepar, que practican la libertad de conciencia. Desean personas que renuncien a su libertad a cambio de eximirles de responsabilidad mediante “el perdón de los pecados”.
    La UAL nace porque creemos que ha llegado el momento de decir basta. Las cosas deben ocupar el sitio que les corresponde y las cosas de Dios deben quedarse en la casa de Dios. No queremos que desaparezcan las sociedades religiosas, pero sí que cumplan la ley. La misma ley que rige para todo el mundo (así de fácil). Y vamos a luchar para conseguirlo (así de difícil).
    Estamos convencidos de que la soberanía reside en el pueblo y no en dioses o magias. Resulta desalentador que, a estas alturas del s. XXI, tengamos que reivindicar semejantes obviedades. Aclaremos, para finalizar, que eso no es insultar a ninguna religión ni faltar al respeto a nadie, sino poner las cosas en su sitio. Son las religiones las que no respetan nuestra opinión. Si estuvieran dispuestas a hacerlo, podríamos buscar entre todos el acuerdo social que nos permitiera convivir en este pequeño mundo.
    Por cierto, a eso se le llama laicismo.